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Horacio Castillo

Un guapo de Ensenada en el Olimpo

Ni objetivista ni neobarroco, tan ajeno a las supersticiones de la época como a los empeños por autopromocionarse, además de legar una de las obras poéticas más considerables de las últimas décadas, fue un destacado traductor de poesía griega contemporánea.

...tomé una rama, una pequeña rama

del Árbol que Canta y la planté en mi jardín.

Contrapunto, Horacio Castillo

Se cuenta que aprendió griego con el sacerdote de una iglesia del culto ortodoxo y un canillita venido desde las islas del Mar Egeo. Tales profesores resultan verosímiles debido a las características del lugar de nacimiento de Castillo: nada menos que Ensenada, unos sesenta kilómetros al sur de Buenos Aires, sobre la ribera. Ciudad portuaria que por los años veinte, treinta, cuarenta, era una pequeña y bulliciosa Babel proletaria adonde llegaban inmigrantes desde todos los rumbos. Si tan hermosa es la leyenda y a nadie pone en desmedro, ¿para qué acudir, en pos de indicios contrarios, a los despojos de la realidad?

Más fácilmente verificables, y también más prosaicas, son las circunstancias de sus estudios de leyes en la Universidad Nacional de La Plata, de donde egresó como abogado. El oficio del derecho fue el sostén de sus días. Nunca esperó prebendas del ejercicio paciente de la poesía, una pasión lúcida y por años casi secreta, ya que por lo general publicó sus libros él mismo, en muy pequeñas tiradas que repartía, de a poco, entre amigos, entre iniciados, entre conjurados podría decirse, tal como hacía en otro lugar y en otros años el gran Juanele Ortiz. Unos versos de su poema "Amanecer junto al árbol de la carroña" pueden valer tanto de arte poética como de credo acerca de la justicia: Toda la noche velamos, toda la noche,/ inmóviles junto al árbol de la carroña/ como blancos cuervos espantando la nada.

Quienes se lo cruzaban a Horacio Castillo por los fatigosos laberintos tribunalicios, seguramente no podrían imaginar que ese hombre de apariencia mucho más imponente que su pequeña estatura y su cuerpo magro era un artista impar de las palabras. A juzgar por sus trajes, por la peinada a la gomina siempre impecable, pero sobre todo por el gesto, de labios finos y apretados, a la vez altivo y humilde, desafiante y contenido, Castillo podía pasar como un milonguero a destiempo, como un guapo sobreviviente de la época de los duelos a cuchillo y los tangos practicados entre hombres, a la luz íntima de un farol, en una esquina cualquiera, mientras los sonidos de una victrola salían a través de una ventana flanqueada por malvones.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 95 - Diciembre 2010)

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Autor

Juan Bautista Duizeide