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Editorial

Un desalojo silencioso

La bruma de la mañana envuelve el andar lento del tren sobre las vías. A ninguno de los pasajeros le sorprende el ritmo cansino del viaje: a esa velocidad mínima suele viajar el diesel que sale de Temperley y que demora una hora hasta finalizar el recorrido en la estación Haedo. Pero esa mañana, el viaje va a durar más.

A poco de avanzar, después de pasar por las estaciones de Santa Catalina, Juan XXIII, un par de kilómetros antes de llegar a Turner, el tren se detiene. A un costado, a lo lejos, en mitad del horizonte brumoso se divisan las pecheras naranjas de la policía, avanzando sobre las frágiles viviendas de chapa y madera de un asentamiento. El paisaje es inmenso y desolador. Hasta hace unos años, todo aquello era una quema gigantesca. Desde hace meses, algunos vecinos tomaron el predio, dividieron el terreno y se plantearon la alternativa de vivir allí. Los vecinos están ahora sobre las vías. Sus familias aguardan del otro lado del terraplén. La policía avanza, bien parapetada detrás de sus escudos, hacia el lugar donde el tren se ha detenido. Los cascotes empiezan a surcar el cielo, por encima de los vagones, hacia el otro lado. El tren queda en el medio, como un inmenso muro metálico. Los uniformados se preparan para cumplir con la única faena que parecen conocer a la perfección...

¿Cómo será levantarse por la mañana, saludar a la familia, salir rumbo al "trabajo", para uno de estos patéticos personajes de casco y uniforme? ¿Les contarán más tarde a sus hijos, a su regreso, lo que hicieron esa mañana? ¿Tomarán un mate tranquilos, en paz con ellos mismos, y tratarán de explicar: "Bueno, hoy nos tocó pisar casillas de chapa, tirar gases y repartir palazos; también algunas balas de goma"? ¿Cómo será el despertar del juez que entiende en la causa? ¿En qué pensará antes de firmar, en la comodidad y calidez de su hogar con perro y chimenea, la orden de desalojo para un predio que jamás en su vida visitará; una firma que condenará al frío y al abandono a una multitud de familias? ¿Y el funcionario municipal, que agiliza con una eficiencia sospechosa el papelerío que le otorga la concesión de aquella quema a una empresa privada dedicada a la recolección de residuos? ¿Con qué cara despertará? ¿Y el candidato de turno? ¿Conocerá alguna vez algo de esta historia? ¿Viajará en tren un día de su vida para saber lo que significa vivir en esos terrenos en conflicto, crecer sin siquiera el derecho a tomar lo que le corresponde según la constitucionalidad burguesa?

En la Ciudad de Buenos Aires los llaman "desalojos silenciosos". Son aquellos impulsados por el gobierno de turno desde hace meses, a través de un equipo parapolicial bautizado con el simpático nombre de Unidad de Control de Espacio Público (UCEP). Son los que patotean a indigentes que duermen en los umbrales de esa Ciudad que asiste en silencio a su accionar, pero que en el fondo quisiera aplaudir con ganas, hinchada de orgullo por esos miserables de la UCEP que limpian sus porteñas calles de esa realidad que se empecina en ensuciar la vereda. En el Conurbano, la tarea está en manos de la famosa Policía Bonaerense. A ellos los ampara el juez preocupado por escalar posiciones, el puntero barrial por recibir sobres por debajo de la mesa, el astuto candidato de turno por juntar votos de cualquier manera y, sobre todos ellos, los bien alimentados funcionarios del Estado que no otorgan una sola respuesta a la crisis habitacional de millones de personas.

A los vecinos de la Villa Independencia, ahí entre Juan XXIII y Km. 34, no los ampara nadie. Apenas la bruma de la mañana, y el tren diesel que, al menos por un rato, se interpuso con su osamenta entre los miserables de uniforme y su propio sueño de vivir dignamente.

La cultura del absurdo

Quisimos recuperar al controvertido Franz Kafka y borrar de nuestras cabezas la imagen de un oscuro y marginal sujeto. Tal vez no haya que interpretar lo que quiso decir Kafka. Como nos dijo el ilustrador Luis Scafati, Kafka es un misterio. Los existencialistas franceses quisieron interpretarlo y arrastrarlo al universo de la eterna reflexión. El marxismo, por su parte, tardó cincuenta años en aceptarlo (y no sabemos cuánto en entenderlo). Tal vez sólo tenemos que interpretar lo que sus relatos generan en nuestra conciencia, en nuestra ideología. La pregunta que nos inspira Kafka es ¿por qué aceptamos el poder? ¿Por qué nos dejamos castigar cruelmente por nuestros padres? ¿Por qué aceptamos órdenes absurdas de un coronel o de un recaudador de impuestos? Kafka introduce la palabra "deseo" en la acción de obedecer. ¿Qué sucederá con aquel que subvierte o transgrede esa cultura de deseo del poder? Seguramente terminará aislado, deprimido, discriminado, enfermo o mutilado. El cuerpo es finalmente el recipiente de la angustia, la cloaca de nuestra cultura. Kafka no nos brinda armas convencionales para luchar contra el absurdo del mundo, nos da un bisturí para escarbar a fondo, hasta llegar al órgano que segrega la angustia que nos produce esta cultura. ¿Tomaremos esas armas?

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El colectivo de Revista Sudestada esta integrado por Ignacio Portela, Hugo Montero, Walter Marini, Leandro Albani, Martín Latorraca, Pablo Fernández y Repo Bandini.