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Nota de tapa

Guernica. La muerte en blanco y negro

Esta es la historia de un talentoso y sensible artista llamado Pablo Picasso y su reacción frente a una de las matanzas más terribles de la guerra civil española. Pero es también, y hoy más que nunca, la crónica de una victoria sin par del arte por sobre el olvido y la injusticia.

Entreverados en la riesgosa aventura de cruzarse bajo las patas de un caballo de la feria. La cálida tarde va dejando una estela rojiza en las angostas calles de Guernica, la ciudad santa de los vascos. Allí, en esa pequeña y olvidada villa de Euzkadi, bien al norte de la península ibérica, se sitúa el mítico árbol cuya sombra albergó alguna vez el juramento de los reyes de Castilla. Pero otras sombras y otros ruidos comienzan a adivinarse, lejos, creciendo, en esa primaveral tarde del 26 de abril de 1937. De pronto, todo es fuego. La furia hace estallar la tierra, el humo gana las calles, la muerte visita cada esquina, las casas se derrumban, los perros ladran y corren hacia ningún lado. Todo es fuego. Todo es sombra.

Y entre el humo y los escombros, rompiendo a su paso cada nube, pasan los cazas alemanes, prolijamente, de tres en tres, formando siniestros triángulos. El sonido veloz de los bombarderos precede las explosiones, las bombas que escupen desgarran las calles y hacen del fuego una hoguera. Y todo es sombra. Guernica es fuego y sombra ese 26 de abril. Los cazas sobrevuelan el pueblo a baja altura, casi al ras del fuego, sabedores de la ausencia de cualquier riesgo en una zona desmilitarizada, ocupada sólo por civiles. Y en oleadas, pasan, y pasan. La bien entrenada Legión Cóndor nazi acaba de tener su bautismo de fuego en Euzkadi, lugar elegido por el general Franco y los jerarcas alemanes para darles una lección a los republicanos, para desplegar toda la fuerza de un "experimento". "Un momento señores, ¿dicen ustedes Guernica? Ah sí, ya me acuerdo. Fue una especie de banco de pruebas de la Luftwaffe. (...) Sí, fue lamentable. Pero no podíamos hacer otra cosa. En aquel tiempo, experiencias así no podían hacerse en otra parte", reconocía mucho tiempo después un irónico Hermann W. Goering, interrogado por los fiscales de Nuremberg.

Llega la noche y Guernica queda reducida a un escenario de ceniza humeante. Los perros ya no ladran. Los muertos se cuentan de a miles: mujeres, niños, campesinos, feriantes, miles. Los cazas de la Legión Cóndor vuelven a Melilla, hastiados de muerte y con sus vientres vacíos. El generalísimo festeja la lección. España se desangra en esa guerra que pudo haber cambiado la historia. Pero hoy es 26 de abril de 1937, hoy Guernica es España. Y allí también todo es fuego, todo es sombra.


Los ojos del artista

"¡Viva la muerte!", arengaba a su tropa el general fascista Millán de Astray. "¡Viva la muerte!", gritaba con los ojos enrojecidos, y la tropa contestaba el saludo con más fuerza. Y ese "¡Viva la muerte!", fue el grito que como símbolo desplegó por toda España la falange franquista, el grito que puso de pie a la España que quería vivir, el grito que desató la guerra, el grito que puso en alerta a los obreros, a los campesinos, a los artistas. Entre los últimos, el pintor malagueño Pablo Picasso no permaneció impasible ante la arenga fascista y se dispuso a responder con sus propias armas: "La guerra española es la lucha de la reacción contra el pueblo, contra la libertad. Toda mi vida como artista no ha sido más que una lucha continua contra la reacción y la muerte en el arte. ¿Cómo podría alguien pensar por un momento que yo pudiera estar de acuerdo con la reacción y la muerte? Cuando la rebelión comenzó, el gobierno democrático republicano, legalmente electo, me nombró director del Museo del Prado, un puesto que yo acepté inmediatamente. En el panel que estoy trabajando ahora y que se llamará Guernica, así como en mis recientes obras de arte, he expresado claramente mi repudio y horror hacia la casta militar que ha hundido a España en un océano de dolor y de muerte..." Picasso ya era, en ese entonces, uno de los artistas más populares de España y uno de los más revolucionarios pintores de los últimos tiempos. Sus trabajos en los denominados períodos azul y rosa lo habían marcado como algo más que un artista sensible a las imágenes de lo suburbial (como por ejemplo el circo, con sus saltimbanquis, arlequines y acróbatas), personajes incluso marginales en lo social (ciegos, tuertos).

Picasso era un referente de la pintura alejado de los museos y las grandes exposiciones, pese a su fama creciente. Se sabía protagonista de su tiempo, con sus herramientas y sus talentos, pero también con sus obligaciones ineludibles: "¿Qué piensa que es un artista? ¿Un imbécil que sólo tiene ojos si es un pintor, u oídos si es un músico, o una lira en cada nivel de su corazón si es un poeta, o aún si es un boxeador, sólo sus músculos? Por el contrario, es al mismo tiempo, un ser político, constantemente vivo frente a acontecimientos desgarradores, feroces o felices, a los que responde de todas las maneras. ¿Cómo podría ser posible no sentir ningún interés por la gente, y en virtud de una indiferencia torremarfiliana separarse uno mismo de la vida que esa gente brinda tan copiosamente? No, la pintura no está hecha para decorar apartamentos. Es un instrumento de guerra para el ataque y la defensa del enemigo".

Con esas pautas ideológicas fue incapaz de mirar hacia otro lado y mostrarse indiferente ante la injusticia, ante el fascismo, ante la barbarie extrema, representada en ese momento por el bombardeo criminal sobre Guernica. Su indignación, su tristeza, toda su ira, fueron los impulsos que lo lanzaron a desplegar sobre un lienzo toda la belleza de su arte, toda la crueldad de un episodio que la historia parecía haber condenado indefectiblemente al olvido. El crítico alemán Walter Benjamin señaló alguna vez que "no hay documento cultural que no sea a la vez una crónica de la barbarie". Y con su trabajo sobre el bombardeo en Guernica, Picasso llevó esa sentencia a una verdad extrema. Con el tiempo, el Guernica de Picasso no sólo representó la barbarie de la guerra y la denuncia contra los responsables de la masacre; sino que ganó una batalla. En definitiva, la guerra civil española es el Guernica, toda la crueldad y la sinrazón del fascismo de Franco, todo aquello que le permitió imponerse por la fuerza y someter a un país durante décadas; tiene su contrapunto perfecto en la belleza infinita de una pintura.


Los ruidos en el lienzo

"Los verdaderos cuadros, si se acerca a ellos un espejo deberían cubrirse de vapor, de aliento vivo, porque respiran", aseguraba Picasso mucho tiempo después de haber concluido el Guernica. Qué decir entonces de su pintura. Basta con acercarse y escuchar los sonidos que desprende, los gemidos de dolor, los gritos de angustia, todos y cada uno de los ruidos que emite aquella escena. Lo curioso del Guernica es su simpleza: se trata de una pintura sin colores, donde el blanco y el negro permiten depositar toda la atención en el instante preciso elegido por el artista, en las sombras y en los matices que deja la luz. Y esa simpleza se puede hallar también en la utilización de algunos símbolos conocidos: la espada rota, la flor que brota de la tragedia, el toro (tan vinculado con la esencia de lo español). Pero la pintura también tiene movimiento, dinámica, en la desesperante pose de la madre con su hijo muerto en brazos, en el guerrero languideciendo en el piso, en los animales y los hombres entreverados en el caos de la escena, en la figura de la derecha con los brazos en alto, como clamando piedad; en el caballo herido, en esa cabeza que asoma desde fuera...

En el lienzo vemos las consecuencias de la masacre, el instante posterior. El extremo de una dicotomía que eligió Picasso, que lo conmovió desde siempre: la oposición entre la brutalidad de la agresión (que no se ve, aunque se advierta su marca) y la inocencia absoluta de un poblado de civiles (sintetizado en la presencia de las víctimas). "Al mismo tiempo que estalla gráficamente, el Guernica conserva en su conjunto una extraña tranquilidad. En el cielo raso hay una simple lámpara con su pantalla; y dentro de ese espacio, en cierto modo doméstico y cotidiano, la tragedia aparece como una pesadilla inmóvil. (...) Pero hay, al mismo tiempo, un elemento romántico, una expresión, un movimiento que estalla hacia fuera y rompe el estatismo: el triángulo invertido de la mujer que grita con las manos alzadas, el caballo que relincha con la cabeza vuelta hacia atrás, las manos y las piernas de los caídos que salen hacia fuera, como si trataran de perforar el lienzo. Hay, pues, en el inmenso friso, un vigoroso dinamismo y una inmovilidad austera y cruel. Se trata de un cálculo exaltado y elaborado hasta la locura. Ese silencio hace pensar en alaridos terribles, en un vacío", destacó el pintor japonés Taro Okamoto sobre la obra de Picasso.

Esa fue la respuesta del artista, llena de cólera y de estupor ante la injusticia; apelando a sus mejores armas para denunciar a los asesinos, pero sin caer en ningún momento en el panfleto, en el burdo mensaje mecanicista revestido de cierta impronta artística para hacerlo "perdurable" o "políticamente correcto". No, la obra de Picasso tiene su principal virtud en su belleza esencial, en el talento utilizado para semejante trabajo, y esos son los elementos que permitieron transformarlas en un símbolo universal para varias generaciones, en un documento político trascendental para entender, desde el arte, el pasado y el presente de ese mundo de vencedores y vencidos...


La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº13

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Autor

Hugo Montero