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Nota de tapa

Los cuadernos de Zitarrosa

A veinte años de la primera edición de Por si el recuerdo, único libro de relatos editado en vida de Alfredo Zitarrosa, su figura crece de la mano del mito. Referente de la milonga rioplatense, locutor y poeta en sus inicios, supo explorar también la faceta de periodista y escritor, antes de consagrarse como músico y compositor. Luego, con la fama a cuestas, le dedicó el tiempo que pudo a la literatura. Algunas miradas sobre sus escritos que, en Argentina, permanecen inéditos y en Uruguay, agotados. Opinan Washington Benavides, Guillermo Pellegrino, Cristina Zitarrosa y Jaime Niski.

En la pieza de aquella pensión, que era su casa, las paredes eran un mapa desordenado. Allí, el revoque desprolijo compartía espacio con algunas pistas deslizadas sobre aquel cuadro improvisado que venía a ser el universo y que servía para tapar algunas grietas de su habitación en la calle Yaguarón, en pleno centro de Montevideo, ahí nomás del cementerio donde enterraban a los ricos. Estaban los libros, la figura de Beethoven, un retrato de Vallejo, su calavera Josefina y casi nada más. Ese era su mundo, su universo, su familia. Eran épocas de pasar noches de parado, en distintos boliches, de caminar por la rambla de madrugada, momentos adecuados para recitar o escuchar los poemas de los grandes: Vallejo, Machado, Lorca, Brecht. También eran tiempos de aprendizaje fuera de casa, de acercar el oído a los viejos anarcos, entrados en años, pero con la virulencia y convicciones de siempre. Épocas de animarse al mundo, de trasladar sus vivencias campesinas a hechos concretos, de ir hacia adelante. De noche, de a ratos, un joven Zitarrosa se animaba a garabatear sus primeros escritos, en soledad, con la vergüenza de mostrar sus borradores a aquellos que frecuentaba en esas tertulias, pero con la certeza de tener algo para decir, de sentir lo que tiempo después escribió en un fragmento de su "Guitarra negra": "Hago falta./ Yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco,/ si no estoy. Siento que hay un sitio para mí en la fila,/ que se ve ese vacío,/ que hay una respiración que falta,/ que defraudo una espera...".

Justamente en aquella buhardilla de la pensión, que era alquilada por su madre, Blanca Iribarne, y servía como sostén económico, fue donde Alfredo escribió algunos de sus primeros poemas: versos urgentes, percepciones de un hombre sensible, como lo recuerdan. Por ese entonces, incentivado por sus amigos, fue que tomó coraje y decidió llevar algunos de esos versos a un concurso para ver qué pasaba. No tenía muchas expectativas, pero sabía que era fundamental animarse a ser juzgado, al menos. Tenía 23 años cuando mandó Explicaciones, un librito que posteriormente ganó el Premio Municipal de Poesía Inédita, con un jurado que tenía entre sus filas, nada menos que a Juan Carlos Onetti.

La vida entonces transcurría entre amigos, una costumbre que se extendería hasta sus días finales. Junto con Amanecer, hijo del anarquista Arístides Dotta y amigo de toda la vida, iban a talleres literarios para perfeccionar el estilo y leían todo lo que se les cruzara ante su mirada inquieta. Amanecer, cuando era más pibe y lo conoció en la casa de los Durán, quedó impresionado por la cantidad de libros que disponía Alfredo para leer, y juntos descubrieron el mundo de las letras. También estaba Bécquer Puig, otro hijo de ácratas, con quien Alfredo compartía su gusto por las artes. En relación a sus amistades, algo curioso le ocurría: siempre admiró a los padres de sus amigos, pese a que éstos muchas veces renegaban de sus progenitores, como es costumbre. Tal vez, el motivo de ese apego fuese la ausencia dolorosa de su padre biológico y los constantes cambios de identidad durante su infancia. Desde que nació hasta los 16 años, Alfredo adoptó tres apellidos distintos: Iribarne, por su madre; Durán, por los tíos que lo criaron y, finalmente, por el cual fue reconocido, Zitarrosa, por un marido de su madre.

Para fines de los cincuenta y principios de los sesenta, Alfredo seguía siendo Alfredo, "El Flaco" o "El Pocho". Todavía no era Alfredo Zitarrosa ni soñaba con ser cantor, no se le cruzaba por la cabeza. Mientras tanto, escribía y trabajaba hasta la medianoche de locutor en la radio El espectador. A veces, era el encargado de leer al aire los editoriales de su amigo y editorialista, Vicente Basso Maglio, de quien aprendió el oficio de periodista; ocupación que adoptaría después. En aquellos años frente al micrófono, Alfredo seguía escribiendo. Esos textos íntimos, que tenían un público acotado por las fronteras de la amistad, fueron, tal vez, los últimos donde escribió sin la presión de lo que generó después; esa carga que significaba ganarse la vida cantando, que él consideraba algo simple y valedero, pero doloroso. Uno de esos primeros poemas titulado "Del pensar" se publicó en la revista Aquí poesía, en noviembre de 1962, y decía así: "Si de algún modo así diciendo/ -pienso-/ que pensando/ decir que digo/ es parte de tal obstinación/ que culpa y riesgo me abandonen/. Si tal es, vivo entonces/ -tal mi iluso vivir-/ o muero de a poco/ -tal mi vano vivir-// Pues una noche enteramente nuestra/ alrededor de sí/ él cavilaba/ y recuerdo tu primera pregunta:/ ¿dónde está él?/ Así dijiste/ y yo te quedé mirando/ y recuerdo que aún creía en ti/ y te pedía fervorosamente/ aunque también con un gran odio/ -y ése era mi secreto-...". Algo abstracto, distinto de las composiciones que posteriormente se encargó de musicalizar y de cantar en su repertorio. "Tuve el privilegio de que Alfredo grabara muchos textos míos. En su voz, eran poesía", señaló el poeta Washington Benavides en alguna oportunidad. Lo mismo pasó con tantísimos autores y hasta con el mismo Zitarrosa, porque si bien su poesía valía por ella misma, en su voz cautivante cada verso sobresalía, atrapaba en pleno vuelo a cualquier oyente distraído.

Muchos años después de sus inicios como poeta y a punto de regresar de su tan doloroso exilio, le dijo en un reportaje a Ana Larravide: "Le tengo cariño a lo que hago. Pero no me considero poeta; el poeta es un privilegio de la humanidad que la humanidad se regala a sí misma, y yo no soy semejante cosa. (...) Yo no soy más que un reflejo tenue, a veces impreciso, de la vida de nuestro pueblo; una parte pequeña de la vida cultural de nuestro país. Soy nada más que eso. En todo caso, si soy algo más soy uruguayo, básicamente uruguayo. Faltándome el país me faltó la fuente, me faltó la raíz, y no hice nada... Fuera del Uruguay, en materia de creación no hice casi nada"...


(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº74)

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Autor

Ignacio Portela