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Plástica

Aída Carballo: Cuatro perfiles

La grabadora apasionada, la mujer divertida y misteriosa, la interna solitaria que dibujaba los rostros de los locos, la pasajera que retrató como nadie el universo urbano del colectivo. Todas esas mujeres fue Aída Carballo, de quien se cumplen veinte años de su muerte en estos días, protagonista de una vida singular y reconocida como una de las mejores grabadoras de América.

1. La mujer

Aída nació un frío mediodía de julio, en San Telmo. Esa niña de mirada profunda, pies pequeños y piernas regordetas que escondía por vanidad, fue formándose a partir de una sensibilidad y una pasión que, con el tiempo, aprendió a traspasar al papel con un marcado surrealismo reo, muchas veces comparado con los personajes de Roberto Arlt. En su obra Autorretrato con autobiografía (ver recuadro), la propia Aída se describe como una pequeña inquieta, traviesa, de mechón despeinado, la misma que solía escupir en la cabeza del turco del negocio de abajo desde el refugio de su balcón. Luego, se definía como la adolescente con vestido claro y color carmín que ingresaba a Bellas Artes, las divertidas mañanas en la escuela de la costanera; o como la artista de las cerámicas refinadas, actividad a la que dedicó buena parte de su vida hasta sumergirse en el mundo de la estampa.

Su infancia estuvo marcada por la fuerte presencia de su padre, diputado socialista, a quien admiraba y amaba. Aída, de arrolladora personalidad, sólo podía amar y odiar a todos aquellos que la frecuentaban. Américo Balán, también grabador, destacó en Aída su enorme sensibilidad emotiva para comunicar sus impresiones artísticas: "Tenía un contacto más emocional que intelectual con los alumnos. Aída resplandecía de humor, frescura y humanidad, dejaba sus enfoques sabrosos, sus reflexiones personales sobre otros artistas y los misterios del mundo para la soledad de su taller".

Los gatos fueron la única compañía duradera de esta mujer solitaria, que pasó toda su vida dedicada al arte. El amor fue una tarea pendiente en su vida, y sólo existen vagas referencias sobre el tema: "Con Aída se podían tener conversaciones íntimas sin el menor problema, mientras uno no se acercara al tema sentimental", detalló Manuel Mujica Lainez hijo, cuyo padre mantuvo una relación muy estrecha con la artista.

La grabadora amaba disfrazarse, y hasta reconoció que le hubiera gustado representar a la diosa Minerva "para instalarme en un escenario y simplemente, trabajar de actriz. Pero preferí el grabado, por su nobleza. La pintura turba. El grabado es honesto como la escultura", explicó.

El dibujante Roberto Páez fue otro de los artistas que conoció a Aída antes de su internación en el hospicio. Con él mantuvo una larga amistad, pese a la diferencia de edad que los separaba: "Aída no era una persona fácil de hacer amistades, pese a su innato sentido del humor y a su gusto por organizar fiestas de disfraces. Tenía una veta surrealista para hacer retratos crueles y dibujar apelando a su prodigiosa memoria, con ese trazo tan suyo, el que por momentos tiene algo de caricaturesco".

En las últimas épocas de su vida, el trabajo de la grabadora se volvió cada vez más difícil, los dedos se le crispaban, padecía de artritis y comenzó a tener también problemas para caminar. Aída murió en abril del '85, según el dictamen médico, fue una descompensación diabética.

2. La artista

Para Aída Carballo, el grabado era el instrumento para estampar imágenes de las realidades que vivía. Tomó pedazos de las calles por donde caminaba: detalles de los colectivos, expresiones de algunos personajes, rasgos de muñecas, gestos de los locos, caricias de los amantes, y los llevó a su expresión más cruda, al blanco y negro, despojándolos de todo colorido que pudiera distraer la mirada del espectador. Su obra se inclinó siempre hacia la sátira, y su dibujo no perdió nunca lo grotesco y marginal. Los maestros reconocidos por Aída, como Adolfo Bellocq, Facio Hebecquer, Honoré Daumier o Goya, infundieron en ella un decidido rechazo por el arte cuyo único campo de acción se limitara a la esfera estética. El trabajo del artista, para el grupo al que Carballo pertenecía, debía continuarse, completarse, en un compromiso vital con la realidad. Por eso fue considerada por muchas voces del mundo de la plástica como la mejor grabadora de América.

La notas periodísticas de la época aseguran que asomarse al taller de Aída en Almagro era como observar desde un balcón el tránsito de los vecinos conviviendo con el misterio develado por Aída y transportado al papel. Cuando alguien le señalaba que sus grabados eran exasperantes y torturados, ella contestaba que, precisamente, su intención era buscar la comunicación con la gente mediante el mismo dolor, la misma alegría, la misma euforia. Al hablar del sistema de su trabajo, respondía que dibujaba mucho porque eso le hacía bien, pero que no podía despojarse de sus estados de ánimo a la hora de crear: "El oficio es lo verdaderamente subjetivo -decía- porque lo expresamos mediante las manos. Uno también crea, pero en una proporción mucho más modesta. Cuando estoy preocupada por algo, recurro a las cosas que me rodean, pero si me siento serena me hundo en mí misma y surge una temática extraña y diversa. A veces empiezo a trabajar ante una puerta entornada, donde vislumbro un espejo. En otras oportunidades, frente a la hoja en blanco, veo con claridad la obra que habré de realizar".

El tema de la locura, que por años la había obsesionado, lo abordó recién en 1960, sin lograr agotarlo. En los años que siguieron, y luego de presentar su reconocida Serie de los locos, Aída desarrolló dos series más de grabados: Serie de los amantes, y en 1967 la Serie de los Levitantes, donde integró a su obra novedades como el color y el humor. Al año siguiente inauguró la Serie de los colectivos, y ya en 1975 presentó la Serie de las muñecas, con dibujos coloreados, témperas y unos pocos grabados. Las imágenes rompían la aparente inocencia porque entonces Aída se ocupó de incorporar lo perturbador de algunas fisonomías, donde la figuras surgían leve o cruelmente desarticuladas.

La nota completa en Sudestada n°39.

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Autor

Elizabeth Van Perdek