Buscar

Entre líneas

El Salvador: La guerra de la krisis (2º parte)

Segunda y última parte de esta mirada cronológica sobre la guerra civil en El Salvador. Desde el origen del Frente Farabundo Martí hasta los acuerdos de paz, sin soslayar las incertidumbres que hoy recorren el panorama de los salvadoreños para los próximos años.

La generalización de la guerra. La solución intermedia que representaba para El Salvador el golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 no pudo cristalizar, no sólo porque se planteó a destiempo sino, sobre todo, porque se hizo dando la espalda al torrente principal de movilización popular de aquel momento.

Para los primeros días de enero de 1980 aquel experimento, en un primer momento quizás esperanzador, se había trocado en una monstruosa criatura que con una mano blandía las banderas de un confuso reformismo y con la otra pasaba sin misericordia la guadaña represiva. Y esto último se explica: estaban fuera del gobierno de la junta, desde el 30 de diciembre de 1979, el pequeño agrupamiento socialdemócrata, el Partido Comunista de El Salvador (PCS), que representaba a la universidad jesuita y un desgajamiento progresista del Partido Demócrata Cristiano (PDC). Es decir, hubo un vaciamiento de legitimación política, y lo que a partir de entonces se estructuró, gracias al respaldo del las sucesivas administraciones norteamericanas, fue un proyecto político de impronta contrainsurgente.

A la impresionante demostración de convocatoria ciudadana que el conjunto de las organizaciones populares realizó el 22 de enero de 1980, y que puso en las calles de la capital del país a 300 mil personas, le siguió el asesinato, el 24 de marzo de 1980, del arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, quien representaba una voz crítica e independiente en medio de la convulsionada sociedad salvadoreña y en circunstancias donde el paroxismo ideológico mostraba sin rubor sus costuras. Sin duda alguna, la autoría intelectual de este asesinato puede localizarse en un segmento extremista de la derecha, aterrado ante la posibilidad de un desborde popular que pudiera quebrantar el régimen político.

Debe considerarse que no hacía mucho en Nicaragua, el 19 de julio de 1979, había concluido victoriosamente el proceso insurreccional encabezado por el sandinismo; y este nuevo capítulo latinoamericano de las transformaciones sociales tenía características políticas específicas que contribuyeron a su viabilidad: estrecha alianza con segmentos importantes de la burguesía nicaragüense, política internacional de no alineamiento y propuesta interna de economía mixta y pluralismo político.

La concreción de este proyecto de transformaciones sociales firmemente dirigido por el sandinismo, y a unos pasos de El Salvador, puso en alerta a los sectores más beligerantes y retrógrados que fueron desplazados del poder político con el golpe de octubre de 1979. El tan temido fantasma se había corporizado.

Es esta reacción visceral a los cambios estructurales la que hizo posible el despliegue, entre enero de 1980 y finales de 1982, de una sangrienta acción represiva de dos bandas (institucional y clandestina). En términos militares, y tal y como pretendieron infructuosamente las fuerzas norteamericanas en Vietnam, se quiso quitar el agua al pez.

Esta suerte de guerra sucia contra los sectores progresistas o proclives al cambio, aún no ha sido cuantificada ni ha sido precisado su lapso. En general se ha hablado de miles de desaparecidos y de asesinados a manos de los fatídicos escuadrones de la muerte.

El asesinato masivo (alrededor de mil personas, en su mayoría mujeres y niños) ejecutado por las tropas élite del batallón Atlacatl en el caserío El Mozote, en el departamento de Morazán, en diciembre de 1981, constituye una muestra del modo como se concebía la guerra desde el campo gubernamental.

Es este cuadro represivo el que tuvo que remontar el quehacer guerrillero de las organizaciones que constituirían en noviembre de 1980 la alianza estratégica denominada Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

Para las diversas organizaciones político-militares aglutinadas en aquel momento en la Dirección Revolucionaria Unificada (antecedente del FMLN), 1980 significó la readecuación y mutación hacia un formato de acción guerrillera realmente nuevo. Hasta ese momento las fuerzas militares del movimiento guerrillero estaban constituidas por varias decenas de pequeñas escuadras de guerrilla urbana o semiurbana. Su capacidad operativa no daba para alcanzar grandes objetivos militares.

Su importancia estratégica residía en su imbricación con la extensa y profunda red de organizaciones políticas de cuño popular. Pasar de los pequeños comandos a la configuración de un ejército guerrillero, y teniendo de por medio un sangriento proceso represivo, es quizás uno de los logros principales de las fuerzas del FMLN de aquellos años.

Entre abril y agosto de 1980, de forma no siempre sincronizada ni teniendo bien perfilados los objetivos inmediatos a alcanzar, la DRU (el pre FMLN) y sus aliados, aglutinados en torno al Frente Democrático Revolucionario -FDR-, intentaron, sin lograrlo, poner en crisis al gobierno de la junta (ahora, militar-demócrata cristina) por la vía de la acción política tímidamente insu-rreccional (paros generales y pequeñas acciones militares de acompañamiento). Pero la represión iba más a prisa y puso al FMLN, a mediados de noviembre, ante el dilema de resistir en las ciudades la embestida y provocar brotes insurrecciónales desesperados, considerando lo debilitadas que estaban las organizaciones políticas de masas, o intentar saltar la barda y apostar por la derrota militar del ejército salvadoreño, considerando, también, que el contingente de guerrilleros preparados militarmente no era muy numeroso y que la capacidad de fuego con la que se contaba era igualmente limitada...


La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº58 - mayo 2007

Comentarios

Autor

Jaime Barba, desde El Salvador