Sombras en el Paraná

Una familia de isleños cruza el Paraná agazapada en el centro de su larga canoa. Corazones en escora que zumban el río esquivando jangadas perdidas y arriando espineles de sus profundidades. Ellos, y su destino de camalote, acompañan ese andar del río, listos para lo que tenga que ser. Cuando el agua sube y lava sus ilusiones, cuando la sudestada desata su furia, siempre eternos sobrevivientes de un mañana que tantas veces se muestra esquivo. Fuegos ofrendados al río. Isla adentro, aún persisten las paredes de adobe de ranchos salvajes acorralados en el tiempo y devueltos a la naturaleza, caserones de una aristocracia que se fugó y columnas de cemento alzadas por aquellos inmigrantes caídos en las islas para "hacerse la América", desplazados por la miseria europea de principios de siglo xx. Tiempo de espera para un presente endicado en la bonanza del ayer. Ese pasado prolífero cuando la comunicación entre la ciudad y la isla era fluida, con lanchas que iban y venían, portando las mercaderías más variadas, acercando visitantes y comunicando a las familias. Un tiempo en que el isleño pudo elevar su estatus económico, adquirir propiedades en continente y ampliar el terruño, todo gracias a las bondades de esas silíceas y frutales que, después de lidiar con plagas e inundaciones, comenzaron a rendir sus frutos. Desde aquel auge frutícola de los años cincuenta el tiempo en isla se hizo distancia. Poco a poco las crecientes, poco a poco el desinterés nacional en su potencial productivo, poco a poco una suerte de olvido inundó las islas, y la naturaleza informe...

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada)