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Crónicas en Venezuela

Relatos de ron y mar

El único modo de conocer la realidad de un pueblo es caminar las calles, conversar con las voces que susurran verdades, eludir la guía turística y lanzarse a la aventura. Un cronista de Sudestada emprende un viaje por la tierra de la Revolución Bolivariana en busca de otras noticias. Las noticias de la calle, la historia pura en estas crónicas regadas de ron y de mar.

Llegué a Cumaná, uno de los puertos negreros más importantes que tuvo el territorio que hoy pertenece a Venezuela. Una ciudad que huele a libertad, huele a lo que dejara Antonio José Francisco de Sucre y Alcalá, y donde el Caribe deleita, calienta, humedece. En menos tiempo que un sorbo de café estuve en la cueva "Ron y Mar", donde vive el médico cordobés Rodolfo Finti Carballo. Allí experimenté la sensación que produce despertarte con el mar mojándote la cama paraguaya, con los cangrejos por debajo buscando la diaria y con el sol iluminándote el rostro. En lo de Finti, el día siempre debuta entre botellas vacías de ron, de cerveza y bocinazos que alertan en la carretera que roza el portón, y que un domingo utilicé para llegar a Río Caribe. Un pueblo que no quiere dejar de ser pescador aunque todos empujan para que se convierta en turístico. Me recibió un mediodía caribeño -humedad y calor- y dominguero por definición. Bajé del automóvil de alquiler que me recordaba que en Venezuela la gasolina fluye por todos lados, y salí como una estampida en busca de un hotel.

Encontrar un hospedaje en Río Caribe, un domingo de octubre, es vencer un laberinto de obstáculos absurdos. Tras media hora de caminata entre la costanera y las calles del pueblo, me detuve en la puerta de la Posada Shalimar. Toqué timbre y me atendió una mujer bonita: -Puede que haya habitaciones pero debes regresar dentro de una hora -dijo titubeando mientras me invitaba a que dejara las valijas y aprovechara para almorzar. Un poco porque no me quedaba más opción, otro porque me sugirió un comedor que daba al mar, me encaminé hacia mi almuerzo mientras me preguntaba por qué esa mujer no había podido resolverme lo del hospedaje... Ya eran como las tres de la tarde y me senté a una mesa frente a la ventana. Klibis, la cocinera que oficiaba de moza por la hora, me ofreció Consomé de chipichipi -una especie de caldo de almejas con verduras- o pescado frito: cataco, corocoro o pargo; me decidí por el pargo porque me gustó el nombre, aunque no tuviera idea de qué pescado era...

Cuando giré la vista hacia el interior del salón, tras deslumbrarme con la llegada de los pescadores desde la infinitud del mar, di con la mirada de la mujer del hotel. Almorzaba acompañada de un hombre bajo, calvo, dueño de una morenidad seductora.

No hubo tiempo de saludarlos. Tomé un trago de cerveza bien fría y recordé haber pasado años atrás por esa zona de la plaza Sucre. La carretera terminaba en la avenida Rómulo Gallegos con el colorido del puerto y del mercado, donde los pescadores y los puesteros de frutas y verduras bulliciosamente exponen sus productos.

El plato de pescado frito corpudo me entretuvo y cuando levanté la vista, la pareja ya no estaba en el comedor. Terminé de almorzar y emprendí el regreso de las tres cuadras que me separaban del hotel con la incertidumbre de si una habitación estaba esperándome o no. Mis pulsaciones aumentaron por la subida de las calles y porque encontré la posada cerrada.

Toqué timbre y volvió a salir la mujer. Esta vez me pidió que pasara y esperase. Aproveché para recorrer el lugar con la vista: un pequeño salón-bar donde colgaban pinturas, un hall de entrada con artesanías y elementos de pesca, una pileta azulejada que llamaba la atención porque estaba decorada con motivos árabes.

Entonces apareció el hombre de una morenidad seductora, y me extendió su mano: se llamaba Francisco. Pase dijo, y ordenó que lo siguiera.

Subimos un piso por la escalera y fuimos hasta un cuarto que lucía muy bonito. Se despidió y cerró la puerta. Acomodé las valijas, me tiré sobre la cama, intenté encender el televisor y no tuve suerte. Hice lo mismo con el aire acondicionado y tampoco funcionó. Quise prender el velador y me di cuenta de que no había energía eléctrica. Me dispuse, entonces, a darme una ducha y desnudo caminé hacia el baño. Abrí todas las canillas pero de ninguna salió agua. El calor estaba apretando. Me vestí de nuevo, con paciencia, y salí en busca de Francisco. Lo encontré en el salón.

(La nota completa en la Sudestada N° 135 - diciembre de 2014)

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Autor

Pedro Solans