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Malditos: Hugo Pratt

Hay joda en el chalet de Acassuso

Una calurosa tarde de noviembre de 1950, Hugo Pratt se baja al trote por el amarradero del barco y pone por primera vez un pie en Buenos Aires.

Ivo Pavone no puede dormir. Da vueltas en la cama, mira por la ventana, persigue el sueño hasta en el último rincón. Pero no hay caso. Lo peor de todo es que sabe perfectamente la razón de su insomnio. A las 5 de la tarde, la ucraniana que regentea la pensión sirve la merienda para todos los inquilinos: una taza gigante de café, bien cargado. Después de semejante infusión, no hay forma de eludir las consecuencias nocturnas, pero también es cierto que las cosas tampoco andan como para andar despreciando el refrigerio. A metros nomás, casi una provocación, su compañero de pieza duerme como una morsa, desparramado sobre las sábanas. Por eso, cada noche, Ivo sale a la calle a caminar. Deambula bajo el rocío en busca del sueño que no llega. Para cuando regresa a la pensión, su compañero ya está despierto, fresco después de un sueño reparador. Resignado, Ivo acompaña a Hugo y asiste impasible al ritual de cada madrugada. Todavía en la penumbra, sale a la calle a fumar. Pero Hugo no fuma en cualquier lado: se encarama a lo alto de un árbol, acomoda su osamenta sobre las ramas y aspira el primer cigarrillo del día.
Con el cielo rojizo, pasan por la vereda los obreros rumbo a la fábrica. Algunos se detienen curiosos por el mínimo fulgor entreverado en el sombrío follaje del árbol. En silencio, Hugo Pratt saluda con la mano, aspira el humo y asiste al espectáculo del alba en Buenos Aires.

Un Tano suelto en Buenos Aires

Una calurosa tarde de noviembre de 1950, Hugo Pratt se baja al trote por el amarradero del barco y pone por primera vez un pie en Buenos Aires. Cargando a cuestas los bagayos y la mugre del desarraigo, acompañado por Pavone y Faustinelli (Ongaro llegaría semanas más tarde), respira el aire arrabalero de aquella ciudad tantas horas imaginada. "Lo de Buenos Aires fue un flechazo: esa ciudad gigantesca, con un puerto como Venecia, pero enorme", recordaría años después. Para ahorrar cada moneda, los tanos caminan hasta la calle Italia 12, la dirección que les había sugerido Civita. Allí está la pensión de la ucraniana Zinaida, donde se hospedan los primeros meses. Después, todos se trasladan hasta Acassuso, localidad en la que la editorial alquila un chalet del tamaño de las ambiciones de aquellos inmigrantes caraduras y sedientos. "Venirme para acá fue encontrarme con la libertad. Mi generación ha sido una generación de enamorados. Habíamos visto el horror de la guerra y después de aquello, todo nos parecía hermosísimo. Esto era Eldorado para nosotros", explicó Pratt sobre aquella experiencia única.
La historia de ese grupo de jóvenes italianos que pisó el puerto porteño había comenzado en 1943 y en el peor lugar posible: una húmeda celda veneciana donde fueron a parar Mario Faustinelli y su primo, Alberto Ongaro. Detenidos por su militancia antifascista, los dos comenzaron a maquinar la idea de profesionalizar su pasión por la historieta a partir de crear una revista. Asso de Piche se llamaría el semanario que lanzaron ya en libertad, en 1945, titulado así por el peso de su personaje principal, y financiado por el generoso aporte de la madre de Faustinelli, que en realidad pensaba que el dinero estaba destinado a solventar el destino universitario de su hijo. La redacción de la revista se ubicaba en una terraza de Venecia, y allí se sumaron al delirio otros jóvenes dibujantes como Ivo Pavone, Giorgio Bellavitis y Dino Battaglia. El último pasajero en ese viaje fue un pibe nacido en Riminí en 1927, que había pasado su infancia en Etiopía acompañando a su padre, un militar fascista. Con 19 años, había logrado regresar a Italia con la valija repleta de anécdotas y aventuras de su periplo africano.

(La nota completa en Revista Sudestada Nº 118 - mayo 2013)

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Autor

Hugo Montero